La memoria del cuerpo contamina el museo

por Suely Rolnik

considero la poesía como uno de los componentes más importantes de la existencia humana, no como valor sino como elemento funcional. Deberíamos recetar poesías como se recetan vitaminas.Félix Guattari, São Paulo, 1982[1]

La artista digiere el objeto

.....................En 1969, Lygia Clark escribe: “En el preciso momento en que el artista digiere el objeto, es digerido por la sociedad que ya le encuentra un título y una ocupación burocrática: será así el ingeniero de los pasatiempos del futuro, actividad que en nada afecta el equilibrio de las estructuras sociales” [5]. Una especie de profecía, ese pequeño texto constituye una prueba de la aguda lucidez de esta artista en relación con los efectos perversos del capitalismo cultural sobre el territorio del arte; y eso en 1969, cuando el nuevo régimen apenas sí despuntaba en el horizonte, pues se instalaría más incisivamente a partir de finales de los años setenta. Las formas de la crítica que Lygia pone en acción en sus propuestas de las dos décadas siguientes solamente encontrarán resonancia diez años después de su muerte, en el movimiento de deriva extradisciplinario emprendido por la nueva camada de artistas. Ante la evidencia de esta resonancia, y consecuentemente por la sustentación colectiva que entonces sí se le ofrecía al gesto crítico de la artista –que por otro lado había sido abolido por la forma que tomaba la incorporación reciente de su obra por parte del mercado–, decidí realizar un proyecto de construcción de memoria en torno a su trayectoria. Desarrollado entre 2002 y 2007, la intención del mismo fue crear las condiciones para la reactivación de la contundencia de dicha obra en su regreso al terreno institucional del arte.


Las prácticas experimentales de Lygia Clark suelen comprenderse como experiencias multisensoriales, cuya importancia habría radicado en desbordar la reducción de la investigación artística al ámbito de la mirada. Sin embargo, si bien la exploración del conjunto de los órganos de los sentidos era una cuestión de la época, de hecho compartida por Lygia Clark, los trabajos de esta artista fueron más lejos: el foco de su investigación consistía en la movilización de dos capacidades de las que serían portadores cada uno de los sentidos. Me refiero a las capacidades de percepción y de sensación, que nos permiten aprehender la alteridad del mundo respectivamente como un mapa de formas sobre las cuales proyectamos representaciones o como un diagrama de fuerzas que afectan a todos los sentidos en su vibratibilidad.


Las figuras de sujeto y objeto solamente existen para la primera capacidad, que las supone y las mantiene en una relación de exterioridad. En tanto, para la segunda, el otro constituye una multiplicidad plástica de fuerzas que pulsan en nuestra textura sensible, que se convierte así en parte de nosotros mismos, en una especie de fusión. La tensión entre estas dos capacidades irreductiblemente paradójicas de lo sensible es lo que convoca y da impulso a la imaginación creadora (es decir, el ejercicio del pensamiento), la cual a su vez desencadena devenires de uno mismo y del medio en direcciones singulares y no paralelas, impulsadas por los efectos de sus encuentros[6].


Desde el comienzo de su recorrido, la experimentación artística de Lygia Clark apuntó a movilizar en los receptores de sus propuestas la aprehensión vibrátil del mundo, como así también su paradoja en relación con la percepción, con miras a afirmar la imaginación creadora que esta diferencia pondría en movimiento y su efecto transformador. El trabajo ya no se interrumpiría en la finitud de la espacialidad del objeto: pasaba a realizarse ahora como temporalidad en una experiencia donde el objeto se descosifica para volver a ser un campo de fuerzas vivas que afectan al mundo y son afectadas por éste, promoviendo así un proceso continuo de diferenciación. Fue ésa su manera de resistir a la tendencia de la institución artística de neutralizar la potencia de creación por medio de la reificación de su producto, al reducirlo a un objeto fetichizado. Efectivamente, la artista digirió el objeto: la obra deviene acontecimiento, acción sobre la realidad, transformación de la misma.


El nuevo foco de investigación pasaba a ser entonces la memoria de los traumas y de sus fantasmas, cuya movilización dejaría así de ser un mero efecto colateral de sus propuestas para ocupar el propio centro nervioso de su nuevo dispositivo. Lygia Clark procuraba explotar el poder de aquellos objetos para traer a la luz esta memoria y “tratarla” (una operación a la que denominaba “vomitar la fantasmática”). Por ende, es la propia lógica de su investigación lo que la llevó a inventar su postrera propuesta artística, a la cual se le agregaba una dimensión deliberadamente terapéutica. La artista trabajaba con cada persona individualmente en sesiones que duraban una hora, de una a tres veces por semana, durante meses y en ciertos casos más de un año. Su relación con el receptor, mediada por los objetos, se había vuelto indispensable para la realización de la obra: a partir de sus sensaciones de la presencia viva del otro en su propio “cuerpo vibrátil”[9] en el transcurso de cada sesión, la artista iba definiendo el uso singular de los Objetos Relacionales[10]. Esta misma cualidad de la apertura al otro es lo que ella procuraba provocar en aquéllos que participaban de este trabajo. En ese laboratorio clínico-poético, la obra se realizaba en la toma de consistencia de esta cualidad de relación con la alteridad en la subjetividad de sus receptores.


La investigación de esta cualidad relacional en sus propuestas artísticas fue posiblemente la manera que Lygia Clark halló para desplazarse de la política de subjetivación signada por el individualismo en ese entonces ya dominante, tal como se presentaba —y se presenta cada vez más— en el terreno del arte: la pareja formada por el artista inofensivo en estado de goce narcisista y su espectador-consumidor en estado de anestesia sensible. En este sentido, la noción de “relacional”, médula de la poética pensante de la obra de Lygia Clark, podría servirnos como lupa suplementaria para distinguir actitudes en la masa de propuestas aparentemente similares que prolifera en los días actuales, sumándose a las distinciones planteadas por Holmes entre la tendencia crítica volcada a la “extradisciplinaridad”, de un lado, y la tendencia acrítica volcada a la “interdisciplinaridad” y a la “indisciplina”, del otro.


En el interior del circuito institucional, las propuestas que se ha dado en calificar y teorizar como “relacionales”[11] (lo que incluye aquéllas categorizadas bajo el rótulo de “interactividad”, “participación del espectador” y otras) se reduce a menudo a un ejercicio estéril de entretenimiento que contribuye a la neutralización de la experiencia estética, cosa de ingenieros de pasatiempos, parafraseando a Lygia Clark. Una “tendencia” perfectamente al gusto del capitalismo cognitivo que se expande junto con éste, exactamente al mismo ritmo, velocidad y dirección. Tales prácticas establecen una relación de exterioridad entre el cuerpo y el mundo, donde todo se mantiene en el mismo lugar y la atención se mantiene entretenida, inmersa en un estado de distracción que vuelve a la subjetividad insensible a los efectos de las fuerzas que agitan el medio que la circunda. Así, la supuesta indisciplina de tales propuestas, o la interdisciplinaridad estéril de los floreos discursivos que suelen acompañarlas constituyen los medios privilegiados de producción de una subjetividad fácilmente instrumentalizable.

Poética “y” política

En este sentido, podemos considerar que, al menos en lo que hace a la intención, es otra la situación de las denominadas prácticas “extradiscipinarias”. Éstas se caracterizan por un movimiento deliberado de deriva que las lleva hacia fuera de las fronteras del circuito e incluso a contracorriente. Me refiero principalmente a las propuestas que se infiltran en los intersticios más tensos de las ciudades, usuales en Latinoamérica. En este movimiento, las mismas se acercan a menudo a las prácticas militantes. Pero, en este nuevo contexto, ¿qué estaría aproximando a artistas y activistas? ¿Qué tendrían en común sus prácticas? Por otra parte, ¿qué las diferenciaría en su intersección?


Las acciones activistas y las acciones artísticas tienen en común el hecho de constituir dos maneras de enfrentar las tensiones de la vida social en los puntos donde su dinámica de transformación se encuentra obturada. Ambas tienen como blanco la liberación del movimiento vital, lo que hace de ellas actividades esenciales para la salud de una sociedad —es decir, la afirmación de su potencial inventivo de cambio cuando éste se hace necesario—. Pero son distintos los órdenes de tensiones que cada una enfrenta, como así también las operaciones de ese enfrentamiento y las facultades subjetivas que involucran.


La operación propia del activismo, con su potencia macropolítica, interviene en las tensiones que se producen en la realidad visible, estratificada, entre polos en conflicto en la distribución de los lugares establecida por la cartografía dominante en un determinado contexto social (conflictos de clase, de raza, de género, etc.). La acción activista se inscribe en el corazón de esos conflictos, ubicándose en la posición del oprimido y/o del explotado, y tiene por objeto luchar en pos de una configuración social más justa. En tanto, la operación propia de la acción artística, con su potencia micropolítica, interviene en la tensión de la dinámica paradójica ubicada entre la cartografía dominante, con su relativa estabilidad de un lado, y del otro la realidad sensible en permanente cambio, producto de la presencia viva de la alteridad que no cesa de afectar nuestros cuerpos. Tales cambios tensan la cartografía en curso, cosa que termina por provocar colapsos de sentido. Éstos se manifiestan en crisis en la subjetividad que llevan al artista a crear, de manera tal de dotar de expresividad a la realidad sensible que genera esa tensión. La acción artística se inscribe en el plano performativo —visual, musical, verbal u otro—, operando cambios irreversibles en la cartografía vigente. Al cobrar cuerpo en sus creaciones, estos cambios hacen que las mismas se vuelvan portadoras de un poder de contagio en su recepción. Como escribe Guattari: “Cuando una idea es válida, cuando una obra de arte corresponde a una mutación verdadera, no son precisos artículos en la prensa o en la televisión para explicarla. Se transmite directamente, tan deprisa como el virus de la gripe japonesa”[12]. En definitiva: del lado de la militancia, nos encontramos ante las tensiones propias de los conflictos en el plano de la cartografía de lo real visible y decible (el plano de las estratificaciones que delimitan los sujetos, los objetos y sus representaciones); del lado del arte, estamos ante las tensiones existentes entre este plano y el que se ya anuncia en el diagrama de lo real sensible, invisible e indecible (el plano de los flujos, intensidades, sensaciones y devenires). El primero convoca principalmente la percepción, y el segundo la sensación.


Si bien el arte en su deriva extraterritorial se acerca al activismo en el contexto del capitalismo cultural, esto se debe al bloqueo de la potencia política que le es peculiar, ocasionado por el nuevo régimen. Tal bloqueo es producto de la lógica mercantil-mediática que éste impuso en el terreno del arte, que actúa dentro y fuera del mismo. Dentro del terreno del arte, la operación es más obvia: consiste en asociar a las prácticas artísticas los logotipos de las empresas, añadiéndoles así “poder cultural”, lo que incrementa su poder de seducción en el mercado. Y lo propio vale para las ciudades, que hoy en día tienen en los museos de arte contemporáneo, con sus ostentosas arquitecturas, uno de sus principales equipamientos de poder para insertarlas en el escenario del capitalismo globalizado, volviéndolas así polos más atrayentes para las inversiones. Y es seguramente al sentir la exigencia de enfrentar la opresión de la dominación y de la explotación en su propio terreno, producto de la relación entre el capital y la cultura en el neoliberalismo, que los artistas empezaron a optar por estrategias extradisciplinarias, añadiendo la dimensión macropolítica a sus acciones.


Con todo, el bloqueo de la potencia crítica del arte se lleva a cabo también fuera de su terreno, pues la lógica mercantil-mediática no solamente tiene en las fuerzas de creación una de sus principales fuentes de extracción de plusvalía, tal como sabemos, sino y sobre todo porque opera una instrumentalización de las mismas para constituir lo que designaré como la “imagosfera” que hoy recubre enteramente el planeta —una capa continua de imágenes que como un filtro se interpone entre el mundo y nuestros ojos, que los vuelve ciegos ante la tensa pulsación de la realidad. Dicha ceguera, sumada a la identificación acrítica con estas imágenes (que tiende a producirse en los más diversos estratos de la población por todo el planeta) es precisamente lo que prepara a las subjetividades para someterse a los designios del mercado, lo que hace posible reclutar a todas las fuerzas vitales para la hipermáquina de producción capitalista. Debido a que la vida social el destino final de la fuerza inventiva así instrumentalizada —que es sistemáticamente desviada de su cauce hacia la producción de la intoxicante imagosfera—, es precisamente la vida social el lugar que muchos artistas han escogido para montar sus dispositivos críticos, impulsados a arrojarse a una deriva hacia fuera del terreno igualmente irrespirable de las instituciones artísticas. En ese éxodo se crean otros medios de producción artística, como así también otros territorios vitales (de allí la tendencia a organizarse en colectivos que se relacionan entre sí juntándose a menudo en torno a objetivos comunes, ya sea en el terreno cultural o en el terreno político, para retomar luego su autonomía). En estos nuevos territorios vuelven a respirar tanto la relación vibrátil con la alteridad viva (es decir, de la experiencia estética), como el ejercicio de la libertad del artista de crear en función de las tensiones indicadas por los afectos del mundo en su cuerpo, lo que tropieza con muchas barreras en el terreno del arte.


La dimensión macropolítica que se activa en este tipo de prácticas artísticas es lo que las acerca a los movimientos sociales en la resistencia a la perversión del régimen imperante. Tal acercamiento encuentra reciprocidad en los movimientos sociales, que a su vez son llevados a añadir una dimensión micropolítica a su activismo tradicionalmente ceñido a la macropolítica. Esto sucede porque en el nuevo régimen la dominación y la explotación económica tienen en la manipulación de la subjetividad vía imagen una de sus principales armas, cuando no “la” principal; su lucha, por lo tanto, deja de restringirse al plano de la economía política para englobar los planos de la economía del deseo y la política de la imagen. La colaboración entre artistas y activistas en la actualidad se impone muchas veces como condición necesaria para llevar a buen puerto el trabajo de interferencia crítica que cada uno de ellos emprende en un ámbito específico de lo real y cuyo encuentro produce efectos de transversalidad en cada uno de los respectivos terrenos.

Comentarios

Entradas populares