Una novela china (César Aira)

Un día estaba de visita en la casa su amigo Hua, una tarde poco antes de la puesta del sol, y sobre una taza de té, en confidencia, le contó un nuevo giro que habían tomado las murmuraciones: ahora se decía que la niña era hija suya, y de Ma Whu, con quien habría mantenido una prolongada relación que ahora se normalizaba ante los ojos del público mediante esta mascarada. ¡Una explicación post facto muy limpia! chillaba Hua entre risas. Y agregaba: ¿Hasta dónde se puede llegar, con la imaginación?
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Después tomaron té, y en eso estaban cuando alguien tocó el timbre. Se apresuró a atender Lu, para evitar el oprobio de que lo hiciera la recentísima casera, y resultó ser un desconocido, con una valija en la mano. Cuando habló, sorprendía por lo amanerado. Creyó entender que venía a ofrecerle objetos de arte. No pudo evitar el reflejo algo indiscreto de examinar al visitante de pies a cabeza mientras hablaba. Parecía un hombre del sur, con los rasgos separados y la tez oscura, y algo de hindú en la mirada. Si había algún acento peculiar en su habla, lo disimulaba el afeminamiento. Lo hizo pasar. Creía entender de qué se trataba, porque no era la primera vez que sucedía algo así; desde el episodio de los armarios de porcelanas, y la donación que había ingresado con su nombre en el museo, le habia quedado una cierta fama de coleccionista -cosa que no era, en ningún sentido. De ahí que lo visitaran, de tanto en tanto, gente que ofrecía ventas clandestinas de antiguedades. Casi nunca compraba nada, y no tanto por prudencia como por genuino desinterés.
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Una vez adentro, el hombre pareció menos tímido. Abrió la valija con naturalidad y desplegó sobre la mesa sus cosas, algunas bastante apreciables. Tenía todo el aire de un profesional. Lu Hsin se preguntó si realmente habría un mercado secreto para estas bellezas de antaño. Había unos dijes de bronce, con los que podría hacerle un sonajero a la niña. Lu no era tan ingenuo como para ignorar que había un mundo muy amplio fuera de éste en el que vivían. Esos dijes tenían varios miles de años de antigüedad, y lucían un maravilloso trabajo de orfebrería (representaban, en miniaturizados formatos primitivos, los perros sagrados); cualquier museo europeo se avendría a pagar cuantiosas sumas por ellos. Quizá, después de todo, si debía pensar en el futuro. Quizá le convenía hacer un sonajero, y guardarlo. Entre los objetos había una primorosa cajita antigua, de la época Han. La abrió, y estaba llena de minúsculas semillas. El vendedor se apresuraba con una explicación, que después de todo resultaba obvia para alguien de mediana cultura: eran semillas de violetas bu, que se utilizaban para que las abejas produjeran un determinado "tono" de miel;.. (Fragmento)




Imagenes de Joaquin Torres Garcia:
-Constructivo en espiral
-Arte Universal
-Puerto Constructivo

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