El caos


Víctima del desorden que impide el desarrollo de mi mundo,
no me lamento de esto ni lo otro.
Sufro, velo y trabajo
como si cada noche tuviera que morirme,
porque debo ganarme la vida para siempre.
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En vano me quisiera
pasar entre los pechos
y las blancas rodillas
descubriendo un tesoro,
sepultado en el blando sopor
del desenfreno,
y en vano me aturdiera
en el festínde tanta carne humana.
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En vano fuera rey, y en vano fuera Dios,
porque siempre hallaría debajo de mi almohada,
como un aviso de que ya estoy muerto, un gran charco de sangre.
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Ese charco es la sangre de mi madre, mi origen,
que me dice:
-¿Qué has hecho con mi sangre?
¿Por qué la has enterrado debajo del placer?
¿Por qué no te la bebes para que te conviertas
a la fiel realidad?
¿Por qué no eres un hombre
tanto en el entusiasmó como en el sacrificio?
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-Oh sangre
que me acosas
hasta en mi propio sueño:
tú sola me despiertas con tu aullido.
Tú sola me revelas el abismo en que apoyo
mi cabeza.
Tú sola me libras de caer
víctima del desorden que impide el desarrollo de mi mundo en el mundo.
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El desorden empieza donde termina el fuego,
y donde empieza el humo,
más allá de las negras cortinas que preservan el inmundo espectáculo,
bajo la ceremonia que agacha la cabeza, bajo el viento litúrgico
del órgano que sopla convirtiendo en arcángeles los vapores espesos;
donde empieza el disfraz, la peste, la piedad
de las leyes humanas y divinas,
en el comercio, en la traición, allí
donde la muerte mete su mano corruptora.
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(Gonzalo Rojas. De La miseria del hombre, 1948)

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